Teoría de la organización (IIa): la empresa
«Efficiency is determined by the nature of the environment to which the firm is adapting; but what role did power play in structuring the environment itself?» – Kevin A. Carson.
Antes de pasar a debatir las razones que determinan el tamaño y la estructura de la empresa, debemos preguntarnos qué es exactamente una empresa. Para la escuela neoinstitucionalista, de quien tomamos la definición, se trata de un «nexo de contratos» (Klein, RR) donde un agente contratante central adquiere la facultad de impartir instrucciones sobre los factores de producción -en especial, el trabajo- dentro de ciertos límites (Masten, 1991).
No obstante, tomando el libro de texto tradicional podríamos omitir cualquier referencia a la empresa y suponer que todos los actores económicos actúan como contratistas independientes que compran, producen y venden guiados por el mecanismo de los precios, respondiendo ante sus consumidores sólo en lo tocante a los resultados de su trabajo y no en lo tocante a los medios de su ejecución (Masten, 1991). Así pues, ¿por qué motivo habrían de existir organizaciones como las empresas? ¿Por qué existen?
En la célebre fábrica de alfileres de Adam Smith, la producción se dividía en hasta dieciocho operaciones diferentes, donde distintos hombres estiraban el alambre, lo enderezaban, lo cortaban y afilaban hasta dar con el producto final (Smith, 1776). Sin perjuicio de las economías de escala derivadas de la especialización, cada una de estas operaciones podía encargarse a trabajadores independientes que, una vez terminada su parte, intercambien mediante contratos el resultado de su producción al siguiente operario de la cadena. Sin embargo, en el mundo real es mucho más frecuente que una sola empresa interiorice tales operaciones, tome en propiedad las instalaciones necesarias y coordine a sus trabajadores mediante órdenes. Como sostiene Coase (1937), este fenómeno se debe a que existe un coste en el uso del mecanismo de los precios. Más concretamente, en su relación con el mercado, los individuos incurren en costes de transacción que consisten en obtener la información relevante, negociar los contratos y hacerlos cumplir. Bajo ciertas condiciones, la empresa reduce tales costes al reemplazar una multitud de contratos por un sólo contrato con cada factor de producción -en especial, el trabajo-, donde éstos se comprometen a obedecer las órdenes del empresario dentro de ciertos límites (Coase, 1937). No obstante, como a medida que una empresa interioriza más actividades se enfrenta a costes de transacción crecientes relacionados con la gestión de la información y de los empleados, ésta se expandirá hasta el límite en que el coste de transacción de organizar las actividades en el interior de la empresa –coste de administración (Demsetz, 1991)- sea igual al coste de transacción de organizar las actividades a través del mercado. Así, a partir de la clásica «decisión de fabricar o comprar» (Klein, RR) queda delimitado el tamaño de la empresa.
Un elemento que tiende a elevar los costes de transacción es el carácter incompleto de los contratos. Cuando las relaciones contractuales son simples y puntuales, es previsible que ambas partes puedan negociar y hacer cumplir todos los términos del servicio a prestar sin demasiados problemas. Pero cuanto más complejo o mayor sea el período para el abasto del bien o servicio, menores serán las posibilidades y la conveniencia de que el comprador especifique lo que espera de la otra parte contratante -puesto que no puede preveerlo. Por ese motivo, el servicio que habrá de prestarse se expresará en términos generales, dejando los detalles precisos para una fecha posterior. Así, conforme más conveniente sea celebrar contratos complejos y/o a largo plazo, más incentivos existirán en interiorizar las actividades de ambas partes en una sola empresa encargada de especificar los «detalles precisos». Por ejemplo, las economías de escala en el proceso de producción (p. ej., la fabricación de alfileres) promueven la celebración de contratos complejos y a largo plazo entre los distintos trabajadores especializados, pero dado el carácter incompleto de tales contratos y tomando en cuenta el coste de renegociar los términos cada vez que se presentan circunstancias no previstas, existen incentivos en economizar tales costes de transacción interiorizando las distintas operaciones en una sola empresa. Como hemos visto en la primera parte, el Estado promueve artificialmente tales economías y, de ese modo, eleva el tamaño mínimo de la empresa. Asimismo, las economías de escala en la administración derivan en resultados similares; pero, como veremos más adelante, tales economías son promovidas y/o protegidas sistemáticamente por el Estado.
Otro elemento que tiende a elevar el coste de transacción es la especificidad de los activos, definida como «el grado en que un activo puede destinarse a usos alternativos y por usuarios alternativos sin sacrificar su valor productivo» (Williamson, 1991). Así, cuando una empresa X invierte en equipo especializado que sólo puede producir bienes destinados a otra empresa Y, decimos que existe un alto grado de especificidad de los activos, puesto que sus bienes de equipo perderán todo o gran parte de su valor si finaliza el acuerdo entre las partes. En estas circunstancias, es muy probable que la empresa Y trate de aprovecharse de su posición respecto a X presionando para renegociar a la baja los términos del acuerdo. Por ese motivo, es posible que, en previsión de esta situación, ninguna empresa realice la inversión en capital específico de X, aun cuando esto suponga desaprovechar las ventajas de la especialización; se trata del holdup problem o problema del atasco. Un buen ejemplo de esto son las inversiones especializadas en capital físico y humano para la fabricación de componentes de automóvil. Otra variedad de este problema, conocida como dependencia bilateral, tiene lugar cuando las dos empresas han realizado inversiones específicas y tratan de aprovechar las variaciones en la demanda o los costes en detrimento de la otra parte, renegociando los términos del contrato o negándose a hacerlo. Todos estos problemas, que descansan en la especificidad de los activos, el carácter incompleto de los contratos y el oportunismo de los agentes, pueden mitigarse mediante la integración vertical, donde la propiedad conjunta de los activos reduce el conflicto de intereses y, por tanto, los costes de transacción.
Hasta ahora nos hemos ocupado principalmente de los costes de transacción y del modo en que la integración empresarial puede reducir tales costes. Pero no debemos perder de vista que, a medida que una empresa crece en tamaño y jerarquía, es en sí misma una fuente de graves costes de administración que limitan su expansión y explican, de hecho, la persistencia del mercado como mecanismo coordinador.
Como explica Hayek en un conocido ensayo (RR), el éxito del mercado sobre la planificación se debe al hecho de que los órganos de planificación central son incapaces de obtener toda la información económica relevante; ésta se encuentra dispersa entre una multitud de individuos que sólo pueden hacer buen uso de ella si se les deja libertad para coordinarse a través del sistema de precios. Por motivos similares, la dirección de las grandes empresas carece de la información adecuada sobre lo que sucede en su interior. Como dice Carson (2008), «los sistemas autoritarios de arriba-abajo presentan problemas de conocimiento intrínsecos debido a que quienes tienen experiencia directa del asunto en cuestión -los empleados- deben obedecer las políticas diseñadas por aquellos que no tienen tal experiencia directa -los directivos-; y aquellos que diseñan las políticas deben basar sus decisiones en información que ha sido distorsionada por varios rangos de jerarquía entre aquellos que procesan la información y quienes se encuentran en el poder». Esto último es especialmente probable cuando el recepto de la información tiene facultad para impartir premios y castigos al transmisor. Los subordinados tenderán a comunicar a sus supervisores aquello que éstos quieran oir, o bien aquello que desean que sus supervisores conozcan. Además, los empleados tenderán a retener información relevante para proteger su posición y su rango en la compañía, al tiempo que la jerarquía eleva el coste de corregir a los superiores. Como resultado, la información llega distorsionada a la cúspide de la jerarquía, donde debe servir para diseñar la política de la empresa.
Por otro lado, las grandes corporaciones incurren en graves problemas de cálculo económico. Cuando existen bienes intermedios específicos que no poseen precios de mercado, éstos circulan a lo largo de la organización con criterios de «costo+plus» totalmente irracionales, o bien se trata de imitar defectuosamente la asignación que tendría lugar en el mercado abierto. E incluso cuando estos bienes intermedios poseen precios de mercado en el exterior de la empresa, no tienen por qué reflejar la escasez relativa en el interior de la empresa, y por tanto llevarán a problemas similares de cálculo. Este primer argumento, por cierto, ya fue empleado por Rothbard en Man, Economy and State (citado en Carson, 2008):
«Supongamos que no hay precios de mercado: p. ej. que la Compañía Jones es el único productor de un bien intermedio. En ese caso, no habría modo de conocer qué etapa de la producción está siendo gestionada de forma rentable y cuál no. No habría forma de conocer cómo asignar los factores a las distintas etapas. No habría forma de estimar ningún precio implícito o coste de oportunidad para los bienes de capital en ninguna etapa particular. Cualquier estimación sería completamente arbitraria y no tendría ninguna relación significativa con las condiciones económicas».
Pero como sugiere el segundo argumento -la principal aportación de Carson al debate-, incluso si el bien intermedio posee un precio de mercado, éste no expresará la escasez relativa del bien dentro de la empresa. En ambos casos, el problema de cálculo económico llevará a errores de asignación y derroche de recursos; aumentará los costes de la empresa y, naturalmente, la hará comparativamente más ineficiente que aquellas que no incurran en tales prácticas de integración vertical.
La teoría de la agencia proporciona otro marco para analizar los costes de administración (Klein, RR). Puesto que las grandes corporaciones no son gestionadas directamente por sus propietarios -los accionistas- sino por ejecutivos asalariados, éstos tienen incentivos en usar su poder y su acceso a información privilegiada para conducir la empresa en función de sus propios objetivos. Así, tienden a evadir parte de su responsabilidad, a promover el crecimiento de la empresa o de sus departamentos por motivos de prestigio o a consumir el capital para rendir falsos beneficios a corto plazo e inflar sus propias primas y opciones de compra de acciones. La corporación es, como dice Carson (2008), «una aglomeración de capital no poseído bajo control de una oligarquía gerencial auto-perpetuadora».
Los problemas de agencia ocurren como consecuencia de dos factores: a) el oportunismo, que implica que los individuos perseguirán sus propios objetivos aun a costa de la organización, a menos que se les provea de incentivos compatibles; y b) la asimetría de información entre jefe y subordinado, que impide al primero vigilar y medir todos los movimientos del segundo (Klein, RR; Williamson, 1991). Tomando que los contratos de trabajo son necesariamente incompletos, y dado que las recompensas no guardan relación con el esfuerzo, los problemas de agencia son especialmente graves en la empresa capitalista. Los jefes se verán obligados a incurrir en altos costes de vigilancia para extraer el máximo esfuerzo a sus trabajadores, y éstos tenderán a evadir sus responsabilidades en aquellos puntos más difíciles de percibir por la jerarquía. Además, los empleados tenderán a mostrar su descontento en forma de mayores tasas de absentismo, descuido de los bienes de equipo, mengua en los niveles de productividad e incluso sabotaje -y todos estos problemas aumentan conforme al tamaño de la empresa (Carson, 2008). Tales costes están ausentes o son notablemente más bajos cuando los trabajadores retienen una parte significativa de los beneficios, o bien cuando el mercado reemplaza a la jerarquía.
En parte como resultado de los mencionados problemas de información e incompatibilidad de incentivos, la innovación tiende a ser muy inferior en las grandes empresas. De 61 grandes innovaciones ocurridas entre 1900 y 1958, 33 fueron producto de esfuerzos individuales, 7 lo fueron de esfuerzos mixtos y sólo 21 lo fueron de laboratorios de investigación corporativos. E incluso en el último grupo, 5 de las invenciones se originaron en pequeñas corporaciones (Jewkes, citado en Carson, 2008). Otro estudio, esta vez de la National Science Foundation, que tomaban una muestra de innovaciones técnicas ocurridas entre 1953 y 1973, concluyó que las empresas más pequeñas producían 4 veces más innovaciones importantes por dólar invertido en I+D que las empresas medianas, y 24 veces más que las empresas más grandes (Carson, 2008). Como sostienen Thomas J. Peters y Robert H. Waterman, ésto probablemente se debe a que los mandos intermedios de las grandes empresas inhiben la iniciativa de sus subordinados. La evidencia sugiere que mantener tasas altas de innovación requiere del «desplazamiento de la autoridad hacia los peldaños inferiores de la escala jerárquica y la preservación y maximización de la autonomía práctica de gran número de personas» (Peters y Waterman, RRR).
Hasta ahora hemos tomado una perspectiva comparativa de los costes y beneficios de la gran corporación y el mercado -e, implícitamente, otras organizaciones más descentralizadas. Pero, una vez más, debemos preguntarnos hasta qué punto ha distorsionado el Estado los costes y beneficios a considerar.
Ya hemos visto que el Estado promueve sistemáticamente las economías de escala en el proceso de producción y, de ese modo, infla el tamaño mínimo de la empresa. Otro argumento sostiene que las empresas tienden a crecer para alcanzar economías de escala en la administración, distribuyendo sus costes gerenciales entre la mayor cantidad de producción posible. No obstante, ésto tienden a aumentar los costes de información, cálculo económico y agencia ya examinados, y no será verdaderamente rentable a menos que exista una ventaja en la centralización de la distribución a gran escala, con sus respectivos métodos de almacenamiento y transporte estandarizados (Chandler, 2008 [1977]). Como tales economías están artificialmente infladas por las subvenciones al transporte, es previsible que el tamaño de la empresa sería inferior en un contexto de infraestructuras privatizadas.
Por otro lado, hemos visto que la especificidad de los activos, al aumentar los costes de transacción, es una de las principales motivaciones de la integración vertical. Pero un mercado donde la división del trabajo y la especialización de la maquinaria están artificialmente extendidas genera más «especificidad de los activos» de lo que sucedería en otro caso. Así, modos de producción flexibles y basados en tecnologías multiusos, más probables en un mercado liberado, promoverían la desintegración vertical en muchos sectores de la economía (Carson, 2008).
Los derechos de patente y copyright, al proteger determinadas innovaciones de la competencia, mitigan los costes de información, cálculo económico y agencia a que se enfrentan las grandes empresas. A su vez, incentivan que las corporaciones se integren verticalmente para obtener patentes sobre sus factores de producción, de modo que aunque el producto final esté libre de patente, el proceso de fabricación quede restringido. Así, a inicios del siglo XX, el trust norteamericano del tabaco inviritió masivamente en fundiciones, fábricas de maquinaria y talleres de reparación para obtener la patente sobre «inventos relacionados con la producción de cigarrillos, cigarros pequeños, rapé, papel de estaño para el empaquetado, cajas, etc.» (Lenin, RRR).
A nivel horizontal, las patentes promueven la integración en manos de la empresa propietaria de inventos clave. Por ejemplo, «General Electric y Westinghouse se expandieron para dominar el mercado de fabricación eléctrica a finales de siglo en gran medida a través del control de patentes», y lo mismo sucedió en otras industrias como la química y las comunicaciones (Carson, 2008). En Estados Unidos, la máquina de coser podía producirse comercialmente a comienzos de la década de 1850, pero los fabricantes no pudieron empezar a fabricarlas en cantidades hasta que, en 1854, se terminó la batalla legal sobre las patentes y se formó un cártel de patentes (Chandler, 2008 1977). En la actualidad, las patentes protegen a empresas como Microsoft de la actividad de programadores independientes conectados a través de Internet (Carson, 2009), al tiempo que los copyright sostienen el modelo de outsourcing de Nike. Además, como consecuencia de las patentes, la innovación toma la forma de «saltos tecnológicos» planificados desde los laboratorios corporativos en lugar de basarse en cambios incrementales y constantes. Como hemos visto, esto último otorgaría ventajas especiales a las empresas pequeñas y descentralizadas capaces de fomentar la creatividad e iniciativa de sus empleados (Malone, 2005).
Asimismo, varios estudios revelan que las empresas pequeñas soportan costes notablemente más altos en materia de regulación que sus contrapartes más grandes, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, Australia y Nueva Zelanda (Chittenden et al., 2002; Crain, 2005). Por ejemplo, en Estados Unidos el coste regulativo por empleado es un 45% mayor en las empresas pequeñas que en las grandes, alcanzando cotas todavía más altas en el sector industrial (Crain, 2005). Estas regulaciones consisten en procedimientos de gestión fiscal, requisitos medioambientales, sanitarios, laborales, etc. En algunos sectores se exige a las empresas que se encarguen de procesar sus propios residuos, lo que excluye del mercado a aquellas que carecen de las infraestructuras necesarias.
La doble tributación de los dividendos también es una «poderosa fuerza de concentración», ya que incentiva que las corporaciones reinviertan sus ganancias en lugar de repartirlas como dividendos, atenuando de ese modo la tendencia de los ejecutivos a consumir capital para rendir falsos beneficios -uno de los ya mencionados costes de agencia. Si tales beneficios fueran repartidos como dividendos, podrían ser reinvertidos por sus accionistas en nuevas empresas, pero a causa de la doble tributación encontramos algunas grandes corporaciones con beneficios retenidos que «exceden sus oportunidades disponibles de inversión racional» mientras que la gran mayoría de pequeñas y medianas empresas carecen casi completamente de fondos de inversión. En una línea similar, las regulaciones a la compra-venta de acciones tienden a desviar las inversiones de capital hacia las grandes empresas, prohibiendo comprar acciones de negocios pequeños y locales a los inversores no acreditados (Carson, 2008).
Por otro lado, exenciones fiscales vinculadas a las ganancias del capital, la deuda corporativa y la compensación de beneficios promueven artificialmente las fusiones y adquisiciones. Por ejemplo, una de las principales causas de la oleada de adquisiciones hostiles en la década de 1980 fue el ahorro de impuestos después de alcanzar altas tasas de endeudamiento (Bhagat et al., 1990, citado en Carson, 2008).
Finalmente, los contratos militares y los rescates con dinero público tienden a promover el crecimiento de la empresa para acceder a tales ayudas.
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One Response to Teoría de la organización (IIa): la empresa
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Dos cosas:
1. Algunas referencias no están todavía bien puestas, pero si alguien quiere saber exactamente de qué libro están extraídas puede preguntarme personalmente y le responderé sin ningún problema.
2. Esta segunda parte se ha hecho demasiado larga, así que he preferido dejar para otro post una pequeña discusión sobre la estructura de la empresa y la cooperativa (mucho más breve que los dos anteriores). Aquí se tratan los costes y beneficios de la gran corporación respecto al mercado y la pequeña empresa descentralizada, así como el efecto de la intervención estatal.
Un saludo.